Kaha-Kamasa: La Ciudad Blanca o la ciudad perdida del dios mono
Reportaje de la revista National Geographic edición de Octubre 2015 sobre el descubrimiento de la ciudad perdida. Por Douglas Preston, Fotografías de Dave Yoder
El 18 de febrero de 2015, un helicóptero militar despegó de una pista aérea desvencijada cerca de la ciudad de Catacamas, Honduras, hacia las montañas de La Mosquitia. Abajo, las granjas poco a poco cedían el paso a soleadas pendientes pronunciadas, algunas cubiertas por una selva tropical ininterrumpida, otras parcialmente deforestadas por la ganadería.
El piloto se dirigió hacia un desfiladero en forma de V, en una cima lejana. Más allá se encontraba un valle rodeado de picos dentados: un inmaculado paisaje de esmeralda y oro, salpicado con las sombras flotantes de las nubes. Bandadas de garcetas volaban debajo y las copas de los árboles se agitaban con el movimiento de monos invisibles. No había señales de vida humana: ningún camino ni sendero, ni atisbo de humo.
El helicóptero se ladeó y descendió en busca de un claro a la orilla del río. Entre quienes bajaron del helicóptero estaba un arqueólogo llamado Chris Fisher. El valle se encontraba en una región de la que hacía mucho se decía que albergaba la «Ciudad Blanca», ciudad mítica construida con piedra blanca, también conocida como la Ciudad Perdida del Dios Mono. Fisher no creía en las leyendas, pero sí que el valle, conocido por él y sus compañeros simplemente como T1, albergaba las ruinas de una ciudad perdida real, abandonada hacía por lo menos medio milenio. De hecho, estaba seguro de ello.
La región de La Mosquitia de Honduras y Nicaragua contiene la selva tropical más grande de Centroamérica, la cual cubre unos 50 000 kilómetros cuadrados de vegetación densa, pantanos y ríos. Desde arriba puede parecer acogedora, pero cualquiera que se aventure en ella enfrenta una infinidad de peligros: víboras mortales, jaguares hambrientos e insectos nocivos, algunos de los cuales transmiten enfermedades potencialmente letales. La persistencia del mito de una ciudad blanca escondida se debe en gran parte a la naturaleza inhóspita de esta tierra virgen.
No obstante, el origen de la leyenda es oscuro. Exploradores, buscadores y los primeros aviadores decían vislumbrar las murallas blancas de una ciudad en ruinas que se erguía por encima de la selva; otros repetían historias de ciudades inmensamente ricas escondidas en Honduras, registradas por primera vez por Hernán Cortés en 1526. Algunos antropólogos que pasaron un tiempo con indígenas misquitos, pechs y tawakhas de La Mosquitia oyeron historias de una «Casa Blanca», refugio donde los indígenas se resguardaban de los conquistadores españoles y nunca más los volvían a ver.
La Mosquitia está en la frontera mesoaméricana, junto al territorio de los mayas. Mientras estos son de las culturas antiguas de América más estudiadas, los habitantes de La Mosquitia están entre los más misteriosos. Con el tiempo, el mito se convirtió en parte de la conciencia nacional hondureña. Hacia los años treinta del siglo xx también había capturado la imaginación del público estadounidense. Se emprendieron varias expediciones para encontrar la ciudad, entre ellas tres del Museo de los Indios Americanos en Nueva York, financiadas por George Gustav Heye, coleccionista ávido de objetos de indígenas americanos. Las dos primeras regresaron con rumores de una ciudad perdida donde había una estatua gigante de un dios mono que estaba esperando ser desenterrada.
La tercera expedición del museo, dirigida por un periodista excéntrico llamado Theodore Morde, desembarcó en Honduras en 1940. Morde salió de la selva cinco meses más tarde con cajas llenas de objetos. «La Ciudad del Dios Mono estaba amurallada –escribió Morde–. Seguimos una muralla hasta que se desvaneció bajo montículos que tenían toda la evidencia de alguna vez haber sido grandes edificios». Morde se negó a revelar la ubicación, por temor, dijo, al saqueo, pero prometió regresar al año siguiente para empezar las excavaciones. Nunca lo hizo y, en 1954, se ahorcó. Su ciudad, si es que alguna vez la la hubo, permaneció sin identificar.
En las décadas siguientes, la arqueología en La Mosquitia se vio obstaculizada no solo por condiciones difíciles, sino también por una creencia generalizada de que los terrenos de la selva tropical de Centro y Sudamérica eran muy pobres como para sostener nada más que cazadores-recolectores dispersos, demasiado pobres como para mantener la agricultura necesaria para desarrollar sociedades jerárquicas complejas Esto era cierto a pesar del hecho de que, cuando los arqueólogos empezaron a explorar por primera vez La Mosquitia en los años treinta, descubrieron algunos asentamientos que sugerían que la zona había estado ocupada alguna vez por una cultura compleja muy extendida, nada sorprendente considerando que la región se localiza en la confluencia entre los mayas y otras culturas mesoamericanas hacia el norte y el oeste, y las poderosas culturas de la familia lingüística chibcha hacia el sur.
Los pobladores de La Mosquitia incorporaron aspectos de la cultura maya y diseñaron sus ciudades con un estilo vagamente maya. Quizá adoptaron el célebre juego de pelota mesoamericano, una contienda ritual que a veces involucraba sacrificios humanos. Pero su relación exacta con sus vecinos imponentes se desconoce. Algunos arqueólogos han propuesto que un grupo de guerreros mayas de Copán podría haberse apoderado de La Mosquitia. Otros piensan que la cultura local sencillamente adoptó las características de una civilización contigua impresionante. Una distinción importante entre las dos culturas fue la elección de materiales de construcción por parte de los pobladores de La Mosquitia.
No hay pruebas hasta ahora de que hayan utilizado piedra tallada para construir sus edificios públicos en lugar de piedras de río, tierra, madera, zarzos y barro. Cuando estos edificios se decoraban y pintaban, es posible que hayan sido tan extraordinarios como algunos de los grandes templos mayas. Pero, una vez abandonados, se disolvieron por la lluvia y se echaron a perder, dejando montones de escombros y ruinas poco impresionantes. La desaparición de esta arquitectura espléndida podría explicar por qué esta cultura permaneció tan «marginalizada», según Christopher Begley, quien llevó a cabo estudios arqueológicos en la región de LaMosquitia. La cultura todavía está en estudio, hasta el punto de que aún no se le ha dado un nombre formal.
«Hay mucho que no sabemos acerca de esta gran cultura», me dijo Oscar Neil Cruz. Neil es el jefe de arqueología del Instituto Hondureño de Antropología e Historia (IHAH). «De hecho, lo que no sabemos es casi todo». cualquier cosa es posible. A mediados de la década de los noventa, un director de documentales llamado Steve Elkins se sintió cautivado por la leyenda de la Ciudad Blanca y se embarcó en un plan para encontrarla. Pasó años analizando informes de exploradores, arqueólogos, buscadores de oro, contrabandistas de drogas y geólogos. Ubicó en el mapa qué regiones habían sido exploradas y cuáles no. Contrató científicos del Laboratorio de Propulsión a Chorro de NASA, para analizar enormes cantidades de datos Landsat e imágenes de radar de LaMosquitia en busca de señales de antiguos asentamientos. El informe del JPL mostró lo que podrían ser rasgos «rectilíneos y curvilíneos» en tres valles, que Elkins etiquetó como T1, T2 y T3, donde la «T» significa target [«objetivo» en inglés]. El primero fue un valle fluvial inexplorado rodeado por cerros que forman un cuenco natural. «Simplemente pensé –comenta Elkins– que si yo fuera un rey, este sería el lugar perfecto para ocultar mi reino». Pero las imágenes no fueron concluyentes; necesitaría una manera mejor de ver a través del denso dosel de la selva.
Entonces, en 2010, Elkins leyó un artículo en la revista Archeology que describía cómo se utilizó una técnica llamada Lidar (acrónimo del inglés light detection and ranging, detección por luz y distancia) para levantar un mapa de la ciudad maya de Caracol, en Belice. El Lidar funciona al hacer rebotar cientos de miles de impulsos de rayos láser infrarrojos por la selva tropical y luego registra la localización de cada reflexión. La «nube de puntos» tridimensional se puede manipular con software para eliminar los impulsos que impactan árboles y matorrales, dejando una imagen compuesta únicamente de puntos que llegan al terreno subyacente, incluidos los contornos de restos arqueológicos. En solo cinco días de escaneo, el Lidar reveló que Caracol era siete veces más grande de lo que se había pensado después de 25 años de investigaciones de campo.
Una desventaja del Lidar es su costo. La medición de Caracol se llevó a cabo por el National Center for Airborne Laser Mapping (NCALM). Costaría un 250 000 de dólares que el NCALM escaneara únicamente los 143 kilómetros cuadrados de los tres valles. Por fortuna, en esa época, el entusiasmo inmenso de Elkins por encontrar la Ciudad Blanca había contagiado a Bill Benenson, otro cineasta que decidió financiarlo él mismo. Los resultados iniciales fueron asombrosos. Al parecer había ruinas a lo largo de varios kilómetros del valle T1. Un sitio del doble de tamaño era evidente en T3. Aunque las estructuras más grandes eran fácilmente perceptibles, un análisis más preciso de las imágenes requeriría el ojo de un arqueólogo experimentado en el uso del Lidar. Elkins y Benenson se dirigieron a Chris Fisher, especialista en Mesoamérica.
Así es como , en febrero de 2015,finalmente Chris Fisher terminó de pie a la orilla de un río sin nombre en T1, mirando el muro de selva al otro lado del río y ansioso por entrar en él. desde que fisher vio las imágenes Lidar quedó enganchado. Había utilizado la tecnología para trazar el mapa de Angamuco, una ciudad antigua del temible pueblo purépecha (tarasco) que rivalizó con los aztecas en el centro de México desde alrededor del año 1000 d. C. hasta la llegada de los españoles a principios del siglo xvi. Aunque las comunidades de las tierras altas de México en la América precolombina estaban pobladas densamente, las de los trópicos solían esparcirse por todo el territorio. Sin embargo, los sitios T1 y T3 parecían importantes; sin duda, los asentamientos más grandes localizados hasta ahora en La Mosquitia. El área principal de T3 era de poco menos de cuatro kilómetros cuadrados, casi el mismo tamaño que el área central de Copán, la ciudad maya localizada hacia el oeste. El centro de T1 era más pequeño pero más concentrado: al parecer consistía de diez plazas grandes, docenas de montículos asociados, caminos, terrazas agrícolas, canales de irrigación, una represa y una posible pirámide.
Debido a la arquitectura evidentemente ceremonial, los terraplenes y varias plazas, Fisher estaba seguro de que ambos lugares se ajustaban a la definición arqueológica de ciudad, un poblado que muestra organización social compleja. «Las ciudades tienen funciones ceremoniales especiales y están asociadas a la agricultura intensiva –me explica–. Por lo general implican una reconstrucción muy importante y monumental del entorno». En su intento quijotesco por localizar una ciudad blanca mítica, Elkins y Benenson aparentemente habían encontrado dos ciudades antiguas muy reales.
Con la ayuda del gobierno hondureño, reunieron un equipo capaz de internarse en la selva para «validar en el campo» lo que las imágenes Lidar habían identificado. Además de Fisher, quien tenía más experiencia que nadie en el uso de dichas imágenes, el equipo contaba con otros dos arqueólogos –incluido Oscar Neil Cruz, del IHAH–, un antropólogo, un ingeniero especialista en Lidar, dos etnobotánicos, un geoquímico y un geógrafo. También estaba incluido el equipo de cámara de Elkins y uno de National Geographic. La logística era desalentadora; además de tener que lidiar con víboras, insectos, lodo y lluvia incesante, corríamos el riesgo de contraer paludismo, dengue y otras enfermedades tropicales.
Para facilitar el camino, Elkins y Benenson habían contratado a tres ex oficiales del Servicio Aéreo Especial Británico que habían formado una compañía especializada en guiar y proteger equipos de filmación en zonas peligrosas. A ellos los descolgaron primero del helicóptero en el sitio, para que despejaran las zonas de aterrizaje y del campamento con machetes y motosierras, mientras el helicóptero regresaba a Catacamas para trasladar a Fisher y los demás. Andrew «Woody» Wood, líder del equipo de apoyo, me dijo: «Nunca había visto algo así. No creo que estos animales hayan visto seres humanos».
Wood había elegido una terraza elevada detrás de la zona de aterrizaje como el sitio para el campamento base, entre árboles gigantes y accesible por un puente de troncos de madera, tendido sobre un lodazal y con una subida en terraplén. Debido al riesgo de encontrar víboras estaba prohibido que alguien saliera del campamento sin escolta. Pero Fisher estaba impaciente; acostumbrado al trabajo de campo peligroso, amenazó con ir a explorar por su cuenta. En las últimas horas de la tarde, Wood accedió a un reconocimiento rápido de las ruinas. El equipo de avanzada se reunió a la orilla del río, vestidos con polainas contra víboras y repelente para los piquetes de insectos. Una unidad de GPS, en la que Fisher había descargado los mapas Lidar, mostraba su ubicación exacta en relación con las supuestas ruinas.
Después de consultar el GPS, Fisher le dio instrucciones a Wood, que se abría paso a machetazos entre matorrales de falsas aves del paraíso. La selva vibraba con el sonido de aves, ranas, sapos e insectos. Vadeamos dos lodazales –uno nos llegaba hasta el muslo–, subimos los riscos junto a la llanura aluvial y llegamos a la base de una prominencia empinada cubierta de selva, la orilla de la supuesta ciudad. «Vayamos a la cima», dijo Fisher. Había comenzado la comprobación sobre el terreno.
Subimos la cuesta resbaladiza cubierta de hojas. En la cima, cubierta de vegetación espesa, Fisher señaló una sutil pero inconfundible depresión rectangular que él creía era el contorno de un edificio. De rodillas para poder ver mejor, Neil descubrió lo que parecía ser evidencia de una construcción de tierra apisonada, lo que apoyaba la interpretación de que se trataba de una pirámide de tierra. Fisher estaba extasiado. «Es tal como lo imaginaba –exclamó–. Todo este terreno ha sido modificado por manos humanas».
Fisher y Wood condujeron al equipo para bajar de la pirámide a lo que Fisher esperaba que fuera una de las 10 «plazas» o grandes espacios públicos de la ciudad. Cuando entramos en ella, encontramos un tramo de selva tropical nivelado artificialmente, como una cancha de futbol. Estaba rodeada por montículos lineales en tres de sus lados: los restos de muros y edificios. Un barranco cortaba la plaza y dejaba expuesta una superficie pavimentada con piedras. Al cruzar la plaza, descubrimos en el lado más alejado una hilera de piedras planas a modo de altar, colocadas sobre trípodes de cantera blanca. Sin embargo, la vegetación espesa continuaba obstaculizando cualquier intento por apreciar el diseño o la escala de la antigua ciudad.
Regresamos al campamento con el sol a punto de ocultarse. Despertamos a la mañana siguiente y salimos a explorar otra vez. Escurrían alfombras de enredaderas y flores que colgaban. Rodeado por los árboles inmensos y los montículos silenciosos sentí que la conexión con el presente se esfumaba. Un clamor en las altas copas de árboles anunciaba el comienzo de un aguacero. No obstante, pasaron varios minutos antes de que el agua llegara al suelo. Pronto estábamos empapados hasta los huesos.
Fisher, empuñando su machete, caminó hacia el norte con Neil y Juan Carlos Fernández-Díaz, el ingeniero especialista en Lidar del equipo, para trazar el plano de otras plazas de la ciudad. Anna Cohen, candidata a doctora de la Universidad de Washington, y Alicia González, la antropóloga de la expedición, se quedaron atrás para limpiar la vegetación de la hilera de piedras. Hacia la tarde, Fisher y su grupo regresaron después de haber trazado el plano de tres plazas más y muchos montículos. Todos bebieron una ronda de té caliente con leche. Wood ordenó regresar al campamento, preocupado de que el río pudiera haber crecido. El equipo partió en una sola fila. De repente, el camarógrafo Lucian Read, casi al final de la fila, exclamó: «Oigan, hay unas piedras extrañas por aquí». En la base de la pirámide, apenas sobresaliendo del suelo, estaban los extremos superiores de docenas de esculturas de piedra bellamente talladas.
Los objetos, que apenas se veían entre hojas y enredaderas y estaban cubiertos de musgo, fueron tomando forma durante el crepúsculo en la selva: la cabeza de un jaguar gruñendo, una vasija de piedra decorada con la cabeza de un buitre, grandes jarras talladas con serpientes y un grupo de objetos que parecían tronos o mesas decoradas, que los arqueólogos llaman metates. Todos los objetos estaban en perfectas condiciones, aparentemente intactos desde que fueron abandonados hace siglos. Hubo gritos de asombro. Las personas se amontonaban alrededor, chocando unas contra otras. Fisher se hizo cargo rápidamente y ordenó que todos regresaran y que la zona fuera acordonada. Pero estaba tan contento como los demás, quizá más. Aunque se conocían bien objetos similares de otras partes de La Mosquitia, la mayoría eran hallazgos aislados encontrados hace mucho tiempo por Morde y otros, o desenterrados y extraídos por lugareños o saqueadores. Con toda certeza, tales artefactos no se habían documentado. Había 52 objetos en el suelo y quién sabe cuántos más debajo de la superficie. «Esta es una exhibición ritual poderosa –dijo Fisher–, durante la cual se retiraban de circulación objetos valiosos como estos y se dejaban aquí, quizá como una ofrenda».
En los días siguientes, el equipo de arqueólogos registró cada objeto del sitio. Mediante un dispositivo Lidar montado en un trípode, Fernández también escaneó los objetos para crear imágenes 3D de cada uno. Nada se tocó, nada se sacó; habría que esperar otro momento, cuando el grupo pudiera regresar con el equipo adecuado y el tiempo necesario, para hacer una excavación cuidadosa. mientras se escribían estas líneas, se planeaba, de hecho, otra expedición más extensa con el apoyo total del gobierno hondureño. Asolado por el narcotráfico y la violencia que lo acompaña, Honduras es un país pobre que necesita buenas noticias.
La Ciudad Blanca puede ser una leyenda, pero cualquier cosa que acerque esa historia a la realidad causa gran emoción; es un motivo de orgullo colectivo, una afirmación de la conexión de la gente con su pasado precolombino. Al tener conocimiento del descubrimiento de los artefactos, Juan Orlando Hernández, presidente de Honduras, envió al sitio una unidad militar de tiempo completo, para protegerlo de los saqueadores. Algunas semanas más tarde, voló en helicóptero para ver el sitio de primera mano y se comprometió a que su gobierno haría «cuanto fuera necesario» para promover no solo la investigación y la protección del patrimonio cultural del valle, sino también el patrimonio ecológico de la región circundante.
La investigación apenas ha comenzado. La mayor parte del valle T1 todavía no ha sido estudiada y las ruinas aún más extensas de T3 no han sido abordadas. Y quién sabe qué habrá debajo del dosel de la selva que cubre como un velo el resto de La Mosquitia En años recientes ha habido un cambio fundamental en la manera en como los arqueólogos creen que los pueblos precolombinos habitaron los territorios tropicales. Según la antigua manera de pensar, los asentamientos humanos escasamente poblados eran puntos en un terreno en su mayoría desocupado. De acuerdo con la nueva manera de pensar, los asentamientos estaban densamente poblados y había mucho menos espacio vacío entre ellos. «Incluso en este ambiente selvático remoto –apunta Fisher–, donde la gente no lo esperaría, había densas poblaciones –miles de personas– viviendo en ciudades. Eso es algo profundo». Lo que aún nos falta aprender acerca de los antiguos habitantes de La Mosquitia es prácticamente ilimitado. Pero el tiempo que nos queda para aprenderlo podría no serlo.
Desde febrero, cuando salimos de T1 para regresar a Catacamas, en apenas unos cuantos kilómetros, la selva ininterrumpida dio paso a laderas desfiguradas por claros para la ganadería, desagradables parches raídos. Virgilio Paredes, director del Instituto Hondureño de Antropología e Historia, con cuyos auspicios operó la expedición, calculó que, al ritmo actual, la tala de árboles llegará al valle T1 en ocho años o menos, destruirá los posibles tesoros culturales y dejará otros expuestos al saqueo rampante. El presidente Hernández ha prometido proteger la región de la deforestación, así como del saqueo, en parte al establecer la Reserva de la Herencia Patrimonial de La Mosquitia, un área de aproximadamente 2,030 kilómetros cuadrados que rodea los valles estudiados con la técnica Lidar. Pero el asunto es delicado. Aunque la tala es ilegal, la ganadería es un beneficio económico y una tradición preciada.
Si los descubrimientos en T1 inclinan la balanza en favor de la conservación, entonces no importa si la Ciudad Blanca es real o un mito. Su búsqueda ha redundado en riqueza.
Fuente
National Geographic: Lure of the Lost City
Exclusiva: Descubierta la ciudad perdida del Dios Mono en Honduras