Primer Amor por Froylán Turcios
Por Froylán Turcios
La virgen de los quince años, que nunca había amado, en una tarde escarlata interrogó al hombre taciturno sobre algunas cosas del alma. Le interrogó más bien con la mirada profunda que con los labios floridos.
–El amor es una embriaguez divina. Es la suprema angustia y la suprema delicia. Amar es sufrir, es sentir dentro del espíritu todas las tempestades y todas las alegrías. Es vivir una vida fantástica, impregnada de tristeza y de perfumes. Es soñar dulces cosas a la hora del crepúsculo y cosas extrañas en la callada medianoche. Es llevar constantemente en las pupilas la imagen de la mujer querida, y en el oído su voz, y en todo el ser la gloria de su encanto.
Ella le miraba sonriendo misteriosamente.
Él continuó:
–No sé lo que una mujer pueda pensar y sentir; pero me imagino que en ustedes las sensaciones son más sutiles y más hondas.
–Habla usted de tristeza y de sufrimiento –exclamó ella–, y yo creía que en el amor no cabían esas palabras.
–Yo me he referido únicamente al amor sin esperanza –murmuró en voz baja el taciturno–. Al hablar de tristeza y de sufrimiento me he referido al amor sin esperanza. He dicho la emoción de amar; pero no la de sentirme amado.
–Usted, pues, ¿jamás ha sido amado?
–He sido amado locamente por mujeres blancas y tristes, por vírgenes morenas y ardientes. He sido amado por muchas criaturas seductoras. Las he sentido sollozar en mis brazos y jugar con mis cabellos y cubrirme de besos apasionados. Pero en el fondo de mi alma he permanecido impasible, frío ante sus caricias.
–Entonces –dijo la jovencita–, ¿no conoce usted el verdadero placer de sentirse amado? Porque si usted no amaba, no podía gozar con el amor de las otras…
–Sí, ciertamente, no he gozado con el amor de las otras.
–No conoce usted –dijo ella gravemente– el placer de ser amado. O quizá no habrá sentido el amor.
–No conozco ese placer. Es decir, conozco, ahora, el amor; pero no la felicidad de sentirme amado. Diera la vida por una hora de esa felicidad. Usted es la única en el mundo que pudiera dármela.
Ella no contestó.
Pero entre la llama violeta del crepúsculo, la vio temblar y ponerse pálida.